Hoy escribo para contarles en que ando.
Desde hace días quiero escribir. Primero quería hacerlo sobre la situación de Venezuela. El tema político y electoral, los dimes y diretes, la evidente manipulación de los resultados electorales, la locura desatada por el poder, la violencia, las muertes, los insultos, la demagogia. Si la demagogia, que es lo que explica lo que le está sucediendo a mi país. Para los que no saben o no recuerdan el significado del término, les dejo una cita wiki:
"La demagogia, según Platón y Aristóteles, puede producir (como crisis extrema de la democracia), la instauración de un régimen autoritario oligárquico o tiránico, que más frecuentemente nace de la práctica demagógica que ha eliminando así a toda oposición. En estas condiciones, los demagogos, arrogándose el derecho de interpretar los intereses de las masas como intérpretes de toda la nación, confiscan todo el poder y la representación del pueblo e instauran una tiranía o dictadura personal. En sentido contrario y paradójicamente, muy habitualmente las dictaduras se han instalado sosteniendo que lo hacían para terminar con la demagogia"
Esto sólo una parte, hay mucho más y casi todo es una radiografía del acontecer socio político de Venezuela desde el pasado 14 de abril, incluso antes, pero esa es otra historia.
Entonces quería escribir sobre eso, sobre lo que pienso y siento, contar que salí a protestar en Barcelona, como nunca salí a protestar en Caracas. Eso me sorprendió muchísimo a mí misma. Quizá el estar fuera, contrariamente a lo que muchos creen, aviva en los emigrados un tipo de amor distinto. Como cuando ves que tu casa se quema, se destruye, y le echas baldecitos de agua, tratando de evitar lo inevitable.
No es que quiera ser pesimista, pero lo que ocurre en Venezuela, no se apaga con baldecitos, ni con cacerolas, ni con discursos. Sólo hay dos salidas: aguantar y esperar que todo caiga por su propio peso, ayudando diariamente con acciones a que las bases oficialistas se debiliten aún más de lo que están, o salir y romperlas de un hachazo. No soy yo quién para decir lo que debe hacerse, cada uno tiene sus consecuencias, y ninguna es positiva, al menos en inmediatez.
Sufro al ver cómo se fracciona mi país, cómo está dividido y sobre todo cómo la ineptitud puede más que el sentido común. Cómo los rencores no han sanado, cómo la brecha crece.
Sin embargo no escribí nada sobre eso. Al menos no aquí.
Pero ayer, y ahora retomo para contar en lo que ando, fui a ver "Ayer no termina nunca" de Isabel Coixet.
Fui yo sola, como parte de una de mis tareas de "El Camino del Artista", un taller- curso- proceso de doce semanas, orientado al descubrimiento y rescate de la propia creatividad. Esta tarea es " La cita con el Artista" y se trata de irte de paseo con tu artista, contigo mismo, a donde desees. A donde te pida tu artista ir. A mí me pedía ir al cine y a ver esa película, y no se equivocó.
No voy a explicar aquí de lo que se trata la película. Quien desee verla, encontrará en ella una magnífica propuesta cinematográfica, con excelentes interpretaciones, un guión conmovedor y bastante crudo, crítico e inteligente y una fantástica dirección. Vamos, que vayan a verla. Está de más decirlo.
Lo que quiero escribir aquí es lo que me hizo pensar, lo que provocó en mí "Ayer no termina nunca" o cómo nos quedamos enganchados en los buenos tiempos, en las tragedias, en el pasado, sea cual fuere. El dolor que no termina, la nostalgia de lo que fuimos, la incerteza de lo que somos, la tristeza de que todo lo que soñamos se ha esfumado, a veces, para siempre.
Pienso en mis propios ayeres, en las cosas en las que creía, las palabras, las ilusiones. Y vienen a mi cabeza tantas escenas, alegrías, llantos, amores, desamores, logros, frustraciones, verdades a secas, mentiras disimuladas, propias y ajenas. Etapas superadas y otras que no tanto. Y me pongo a revisar en mis tragedias, buscar algo que sea tan difícil de dejar atrás que no hay manera de hacerlo.
Encuentro muchos recuerdos tristes y varios rencores mordiéndome de vez en cuando, asaltándome cuando estoy desprevenida, arrepentimientos atroces, culpas a medio digerir.
Pero un hecho trascendental, absolutamente imborrable, un dolor inacabable y permanente, no tengo. ¿debería sentirme afortunada? o ¿debería sentirme inacabada? , ¿ debería esperar que llegara de un momento a otro? . No sé, quizá ninguna de las anteriores, muy probablemente ninguna de las anteriores. Lo que hay es lo que hay, lo que habrá ya llegará, como todo llega y como siempre, sin que yo lo controle.
Después, la peli, que también es una crítica política muy fuerte, me hizo reflexionar sobre las situaciones de mis dos países: el que nací y del cual emigré, y al que decidí venir hace tres años.
Es evidente y por todos conocida la historia que los une. Pero que no es sólo historia pasada, es también presente. Aunque nos creamos distintos culturalmente, que tampoco lo somos demasiado (creo que la brecha cultural la vamos cavando nosotros mismos), estamos más conectados de lo que creemos.
Y no me refiero a las costumbres, gastronomía, tradiciones o formas de ver la vida. Me refiero a algo más profundo. Si transformáramos a España y a Venezuela en personajes de una obra de teatro, o de una novela, veríamos que sus complejidades los acercan más de lo que los separan.
En uno, el pasado es tan fuerte que no puede dejarlo atrás y su punto de no retorno, su tragedia, no le permite ver otras posibilidades.
En otro, la negación de su tragedia es tal, que no se da cuenta que tiene que caer y tocar fondo, para poder levantarse y seguir adelante, sin el fantasma que lo persigue y lo atormenta.
Estos son los personajes de la película de Coixet.
En ellos pude ver mucho más que una pareja destrozada por el dolor y la pérdida.
Me he visto a mí, he visto a algunas personas que conozco, he visto incluso la analogía que acabo de hacer.
He visto que el futuro puede o no depender de nosotros y de nuestra manera de afrontar el presente.
He visto que somos absolutamente vulnerables, aunque nos creamos dueños de la verdad.
He visto que el pasado puede ser una espada de Damocles, siempre que lo permitamos.
Y también puede ser la base para construir lo nuevo, para cambiar y para aceptar que nuestras tragedias no superadas y no aceptadas son nuestro principal enemigo como individuos y como sociedad.
He visto que es sumamente difícil que el mundo cambie pero que si dejamos que muera esa ilusión no tenemos nada. No hay motivo para continuar.
Y necesitamos un motivo.
Y creer que todo saldrá bien.